Paisaje durante la batalla

«Morir en primavera», de Ralf Rothmann

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«1941, Union Soviétique, trois soldats allemands progressent dans les rues d'une ville». // Autor: ww2gallery.

Escribió Primo Levi que es imposible comprender el odio nazi porque «está fuera del hombre», porque es «un odio que no está en nosotros». Ante esta imposibilidad de comprensión de la barbarie, Levi defendía la necesidad de «conocer» de dónde nacía porque «puede volver a suceder» y, sobre todo, porque «las conciencias pueden ser seducidas y obnubiladas de nuevo».

El escritor italiano estuvo prisionero diez meses en el campo de concentración de Monowice y, como la mayoría de los supervivientes, se pasó el resto de su vida debatiéndose entre el alivio y la culpa; entre el deber del testigo que se siente en la obligación de contar los horrores que ha sufrido y el pasmo paralizador de narrar lo indescriptible. ¿Cómo encontrar las palabras adecuadas? ¿Utilizar el lenguaje no es banalizar el horror más puro?

La generación alemana que luchó en la Segunda Guerra Mundial, por su parte, se vio empujada a alguna de las formas del silencio. Solo los hijos y los nietos comenzaron a romper lentamente ese velo con el cuidado del que abre un diario íntimo, pero también con la tranquilidad del que siente su conciencia a salvo. ¿Es justo que se hereden los pecados, por graves que sean? Esta es la pregunta que lleva haciéndose la sociedad alemana durante décadas y la que plantea Ralf Rothmann en Morir en primavera (Libros del Asteroide, 2016), novela en la que narra el reclutamiento forzoso de dos jóvenes ordeñadores alemanes en los estertores de la Segunda Guerra Mundial, cuando el Ejército del tercer Reich ya se sabía derrotado pero no detuvo su maquinaria asesina, ni con los suyos ni con sus enemigos.

La cita con la que comienza el libro nos da la respuesta: «Los padres comieron el agraz y los dientes de los hijos tienen la dentera» (Ezequiel 18,2). Rothmann bien podría haber elegido los versículos siguientes: «La vida del padre lo mismo que la vida del hijo; quien peque es el que morirá» (Ezequiel 18, 4), pero como hijo de un soldado que luchó en esa guerra sabe como nadie que la herencia de las culpas es injusta, pero que sus mudas y traumáticas consecuencias sí pueden sobrevivir durante generaciones. «Las humillaciones, los golpes y las balas que sufres tú afectan también a tus hijos», como nos recuerda uno de los personajes.

Así, Morir en primavera puede enmarcarse en esa confrontación con el pasado en la que está inmersa la sociedad alemana desde hace algunos años, y que ha encontrado en el arte una de las mejores vías de catarsis a través de la que enfrentarse a la barbarie nazi, desde el gran punto de inflexión que supuso El hundimiento (Oliver Hirschbiegel, 2005), hasta parodias más o menos acertadas como Mein Führer (Dani Levy, 2007) o Ha vuelto (Timur Vermes, 2015).

La intención de Rothmann no es, desde luego, hacernos reír (aunque no falte algún apunte de humor negro en la novela), sino acercarnos la Segunda Guerra Mundial desde el punto de vista personal de dos soldados alemanes (casi dos niños) opuestos al ideario nazi pero forzados a elegir entre la muerte en el campo de batalla o ante un pelotón de fusilamiento acusados de deserción o cobardía. En cualquier caso, tampoco es intención de Rothmann jugar con la ambigüedad moral de los bandos (un ejercicio que, en estos tiempos de revisionismos temerarios y crisis europeas, hubiera sido irresponsable), sino trasladar al lector al interior del Ejército nazi y retratar a la bestia desde dentro.

Morir en primavera describe un Ejército alejado de toda grandeza y de la grandilocuente retórica militar (no existen en una guerra): el reclutamiento forzoso de adolescentes sin apenas formación o de tullidos para seguir alimentando las trincheras de cadáveres; la ingesta indiscriminada de drogas y alcohol para velar, dormir o dejar la conciencia en suspenso (Pervitin o Veronal eran algunas de las pastillas más frecuentes); la homosexualidad, el hambre, el sadismo arbitrario e injustificado, la brutalidad, el papel de las mujeres, la ausencia de fe, los comandos suicidas lanzados solo para desviar ametralladores enemigas, la policía militar rastreando cada hoyo hasta el último instante a la búsqueda de desertores para ahorcarlos… Una de las peores amenazas para los soldados eran los cazabombarderos, esa mole casi totémica que provocaba carreras de pánico tan solo con proyectar su sombra; un miedo que se recrea varias veces en la novela y que remite, inevitablemente, a Trampa 22, de Joseph Heller, y, a su vez, al pavor de los pilotos a los cañones antiaéreos y a morir calcinados dentro del avión. Las dos caras de un mismo miedo, aunque contadas con tonos muy distintos.

Ralf Rothmann elabora una lista completa de crueldades y horrores y construye con ella la novela a través de viñetas casi independientes entre sí, pero que ofrecen una panorámica descarnada y cimarrona cuando el horror es lo cotidiano. En este paisaje durante la batalla, el novelista se aleja del espanto general, curiosamente, con descripciones minuciosas y sensitivas, casi puntillistas, de pequeños instantes de belleza que pueden surgir hasta en una guerra, como las motas de polvo suspendidas en un rayo de luz o el brillo que desprende una pluma al escribir, aunque sea para denegar un indulto.

Como decíamos, Rothmann no reniega de ciertos momentos de humor negro o ironía que bien pueden definir el carácter alemán («El frente está derrumbándose y los rusos, a las puertas, pero el correo militar sigue llegando puntual»), también en su vertiente más perversa, como cuando describe el cartel que lleva al cuello un ahorcado, un soldado de las Waffen-SS ajusticiado por sus propios compañeros: «Habían pintado las letras góticas, que casi parecían impresas, con un pincel, sobre una raya dibujada a lápiz». Una eficiencia cruel e indiferente que sirve tanto para redactar un cartel en plena guerra con la pulcritud de una redacción escolar como para organizar el exterminio de millones de judíos. «¡Con qué elegancia se va el mundo a la mierda!», dice un personaje.

En este retrato que aspira a ser personal e íntimo, se echa en falta, en cambio, algo más de calidez en los personajes. Cuesta empatizar con los protagonistas porque a lo largo de la novela apenas sabemos qué sienten o piensan, solo se nos cuenta lo que hacen.

La intención de Rothmann puede ser, desde luego, retratarlos como meros peones involuntarios sin capacidad de decisión (que es lo que son, en realidad) o respetar ese silencio que su padre apenas rompió respecto a su participación en la guerra. En cualquiera de los dos casos, como novelista podría haber optado por vestir a sus personajes con un barniz más humano que los hubiera acercado al lector, o tratar de imaginar los sentimientos de su padre como metáfora de los de su generación.

Al final de la novela, más que saber, intuimos que la guerra ha sido una experiencia traumática y desgarradora para el protagonista (algo obvio, por otro lado), pero falta introspección y evolución psicológicas. Parece como si Rothmann hubiera tenido demasiadas precauciones, como si hubiera escrito con la cautela de no reabrir heridas personales y familiares, algo que hasta puede resultar comprensible, pero a un creador hay que exigirle siempre que nade y no guarde la ropa.

Seguramente no se le puede pedir más a un escritor que ha construido una novela con su padre mirándole por encima de un hombro y el pasado de todo un país sobre el otro. Nada menos.●

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